Carlos Sánchez
Encuentro por la
calle a indigentes, perros muertos, notas de claxon como insultos. Me encuentro
un sol y un montón de semáforos. Las patrullas incesantes que me rebasan por la
derecha, la izquierda. Hay un rugido constante que es la vida. Y de un tiempo
acá, la estridencia es una nota roja permanente.
Miro a un bongosero
trepar a un camión urbano. En los collares sobre su cuello enseña el gusto por
la artesanía, y en los golpes a sus bongós el deseo de atrapar la atención de
los viajantes. Sé que al ponerse el sol el músico urbano descenderá de la ruta
para ir al encuentro con su familia, y llevará en la mano pan y leche. Tal vez
en otro camión obtenga algunas monedas, porque en la Ruta Cuatro, el chofer no
está de buen humor. Un grito es la clausura para la interpretación del
bongosero. A probar mejor suerte. Estirar la mano para hacer la parada al
siguiente camión.
Dónde despierta la
mezquindad del ser humano, me pregunto. Los ojos detrás de las gafas del
policía intentan ser una respuesta a mis dudas. El chofer de la Ruta Cuatro, el
que hace unos instantes apeó al bongosero del camión, ahora da explicaciones, y
quién sabe si morderá la caja de monedas para poder continuar con su ruta. El
policía a buscar de nuevo el botín.
Miro perros muertos
en las aceras de esta colonia al sur poniente de la ciudad. Miro una niña
halando de las faldas de su madre. El llanto desgarra los oídos de ella, a mí
se me incrusta en la mirada. Intento descender del camión, comprar un
malvavisco para la niña, abrazarle con palabras y saber el argumento de su
tristeza. La madre con la mirada advierte que no me acerque. Me retiro sin
rumbo.
Por la calle Libertad
de la colonia Villa hermosa, trabajaba cuando joven. En un taller de carrocería
dejaba, o construía, mis ilusiones. Soñaba con ser propietario de un negocio de
autos. Mientras planeaba mi empresa comía sopas instantáneas, con limón. Ahora
viajo en una patineta. Y lo único que me pertenece es lo que llevo puesto.
También soy dueño del recuerdo.
Cómo vine a recorrer
estas calles que me llenan de nostalgia. Porque me hacen recordar a locos
repartidos, los que no sé qué día extravié para siempre. Jugábamos carreras en
las calles, brincábamos una cuerda, nos enseñaba a hacer fintas y tirar jabs el
maestro carrocero. Nos presumía también sus años de pelear en Las Vegas, quedó,
dijo, campeón novato del año allá en el otro lado. Pegaba duro y era un buen
pintor de carros.
Miro los árboles,
vestigios de una hornilla donde calentábamos el agua para la sopa, las
tortillas de un día anterior. Las veo a lo lejos, detrás de esa malla de
alambre. Recuerdo entonces las mañanas de café y galletas. Las herramientas en
nuestras manos: un soplete, la pistola, el rach, los desarmadores, el portapawer,
las lijas, coladores y solventes.
Durante invierno
trabajábamos de noche. Pintábamos trailers y uno que otro carro compacto.
Enderezábamos chasises e injertábamos cabinas. Transformar los autos era
nuestra especialidad.
Un día llegó el
patrón con un Mercedes Benz, era el carro del siglo. Me miró a los ojos y me
dijo: es tuyo el trabajo, aplícate, llevará laca y el color es plata. Lo había
comprado el dueño del terreno del taller. Para su hijo. Con esmero lo pinté con
el mejor transparente, para que brillara.
Pasaron los años y en
esa estridencia que es la vida en una nota roja permanente, me enteré que el
dueño del carro, el Junior, dejó de respirar dentro del negocio de su padre.
Con una soga al cuello lo encontraron.
Miro en el recuerdo
las herramientas y me lleno de nostalgia. Me concentro en los motivos de esa
soga en el cuello del Junior. Miro los carros fugaces encima de la calle
Libertad. Antes eran lerdos, ahora la violencia está encima de las llantas.
Indago los posibles argumentos por los cuales el dueño del Mercedes Benz
decidió irse para siempre.
Cavilo mientas me
deslizo encima de la patineta, como si en ella intentara escaparme de mí. Una
gota de agua es constante en la memoria. Un tic tac me obliga a la mirada hacia
el Junior, el que siempre compartía los refrescos en el taller, el que podía
pasarse las horas acompañándonos, sólo para acariciar con la vista su Mercedes
Benz.
Dónde nació tanta
mezquindad entre los que hacemos este mundito. Me pregunto. El viento me vuela
en el pelo. Y sobre la patineta concluyo las razones del Junior para partir. En
la soga encuentro su deseo de huir precisamente de la mezquindad que habitamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario