miércoles, 23 de enero de 2013

Días de patineta


Carlos Sánchez
Encuentro por la calle a indigentes, perros muertos, notas de claxon como insultos. Me encuentro un sol y un montón de semáforos. Las patrullas incesantes que me rebasan por la derecha, la izquierda. Hay un rugido constante que es la vida. Y de un tiempo acá, la estridencia es una nota roja permanente.

Miro a un bongosero trepar a un camión urbano. En los collares sobre su cuello enseña el gusto por la artesanía, y en los golpes a sus bongós el deseo de atrapar la atención de los viajantes. Sé que al ponerse el sol el músico urbano descenderá de la ruta para ir al encuentro con su familia, y llevará en la mano pan y leche. Tal vez en otro camión obtenga algunas monedas, porque en la Ruta Cuatro, el chofer no está de buen humor. Un grito es la clausura para la interpretación del bongosero. A probar mejor suerte. Estirar la mano para hacer la parada al siguiente camión.

Dónde despierta la mezquindad del ser humano, me pregunto. Los ojos detrás de las gafas del policía intentan ser una respuesta a mis dudas. El chofer de la Ruta Cuatro, el que hace unos instantes apeó al bongosero del camión, ahora da explicaciones, y quién sabe si morderá la caja de monedas para poder continuar con su ruta. El policía a buscar de nuevo el botín.

Miro perros muertos en las aceras de esta colonia al sur poniente de la ciudad. Miro una niña halando de las faldas de su madre. El llanto desgarra los oídos de ella, a mí se me incrusta en la mirada. Intento descender del camión, comprar un malvavisco para la niña, abrazarle con palabras y saber el argumento de su tristeza. La madre con la mirada advierte que no me acerque. Me retiro sin rumbo.

Por la calle Libertad de la colonia Villa hermosa, trabajaba cuando joven. En un taller de carrocería dejaba, o construía, mis ilusiones. Soñaba con ser propietario de un negocio de autos. Mientras planeaba mi empresa comía sopas instantáneas, con limón. Ahora viajo en una patineta. Y lo único que me pertenece es lo que llevo puesto. También soy dueño del recuerdo.

Cómo vine a recorrer estas calles que me llenan de nostalgia. Porque me hacen recordar a locos repartidos, los que no sé qué día extravié para siempre. Jugábamos carreras en las calles, brincábamos una cuerda, nos enseñaba a hacer fintas y tirar jabs el maestro carrocero. Nos presumía también sus años de pelear en Las Vegas, quedó, dijo, campeón novato del año allá en el otro lado. Pegaba duro y era un buen pintor de carros.

Miro los árboles, vestigios de una hornilla donde calentábamos el agua para la sopa, las tortillas de un día anterior. Las veo a lo lejos, detrás de esa malla de alambre. Recuerdo entonces las mañanas de café y galletas. Las herramientas en nuestras manos: un soplete, la pistola, el rach, los desarmadores, el portapawer, las lijas, coladores y solventes.

Durante invierno trabajábamos de noche. Pintábamos trailers y uno que otro carro compacto. Enderezábamos chasises e injertábamos cabinas. Transformar los autos era nuestra especialidad.

Un día llegó el patrón con un Mercedes Benz, era el carro del siglo. Me miró a los ojos y me dijo: es tuyo el trabajo, aplícate, llevará laca y el color es plata. Lo había comprado el dueño del terreno del taller. Para su hijo. Con esmero lo pinté con el mejor transparente, para que brillara.
Pasaron los años y en esa estridencia que es la vida en una nota roja permanente, me enteré que el dueño del carro, el Junior, dejó de respirar dentro del negocio de su padre. Con una soga al cuello lo encontraron.

Miro en el recuerdo las herramientas y me lleno de nostalgia. Me concentro en los motivos de esa soga en el cuello del Junior. Miro los carros fugaces encima de la calle Libertad. Antes eran lerdos, ahora la violencia está encima de las llantas. Indago los posibles argumentos por los cuales el dueño del Mercedes Benz decidió irse para siempre.

Cavilo mientas me deslizo encima de la patineta, como si en ella intentara escaparme de mí. Una gota de agua es constante en la memoria. Un tic tac me obliga a la mirada hacia el Junior, el que siempre compartía los refrescos en el taller, el que podía pasarse las horas acompañándonos, sólo para acariciar con la vista su Mercedes Benz.

Dónde nació tanta mezquindad entre los que hacemos este mundito. Me pregunto. El viento me vuela en el pelo. Y sobre la patineta concluyo las razones del Junior para partir. En la soga encuentro su deseo de huir precisamente de la mezquindad que habitamos.

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