Blanca E. Toledo Minutti
Me enamoré de
Salina Cruz por los relatos de mi abuela paterna quien después de la merienda
nos iba entretejiendo historias como las trenzas de su larga cabellera negra;
decía por ejemplo, que por sus calles, un día cualquiera, vio pasar al hombre
de sus sueños, mi abuelo.
Decía que ella era
una señorita bien y mi abuelo, más bien un hombre común que le fue queriendo al
punto de adorarle. Yo lo conocí viejo, con el cráneo casi calvo y sus escasos
cabellos blancos pulcramente recortados. Era silencioso y educado; le encantaba
escuchar la radio y encerrarse en un cuartucho al fondo del patio donde leía
con avidez sus libros empolvados a través de sus gruesas gafas que le
engrandecían la mirada. Era complaciente a los encargos de mi abuela que tenía
la recurrente manía de servir, y hacer servir, primero el azúcar para que no se
manchara con el café; como si el café no se manchara de azúcar también.
Ella dormía sola en
un cuarto que conectaba al de mi abuelo y del lado contrario a la cabecera,
pues decía que en esa parte de la cama se descansaba mejor; su cuarto daba
también a un patio que, en la ciudad de Puebla, era una réplica en miniatura de
un patio tradicional de su querida costa; no tenía cortinas, así que por las
noches se podían ver las ramas de los árboles arañando las ventanas, como si
quisieran entrar en el cuarto y a los sueños de mi abuela.
Mi abuela era
chiquitita y todo lo guisaba en pequeños recipientes aunque fuera para fiesta,
era extraño porque siempre alcanzaba.
Una vez al año nos
correteaba con una vara que azotaba sobre nosotros con la esperanza de que
creciéramos Otras veces, a mi hermana o a mí nos vestía de tehuanas para que en
una larga procesión, lleváramos flores a la virgen de la iglesia de la Medalla
Milagrosa.
La recuerdo llevándose
la mano a los labios y mirando al cielo… sí, esa era mi abuela y este era su
puerto, un Salina Cruz de ensueño donde un día cualquiera conoció a mi abuelo.
Slamandra1313@gmail.com
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