Ventura Cota Borbón
En
días pasados, mientras miraba una fotografía que el buen amigo Ascensión
Sánchez Vázquez, el famoso “Tibo”, subió al Facebook, de inmediato me
remolcaron al pasado los recuerdos de cuando hace poco más de cuarenta años
–ayer-, chirotéabamos (como dice mi amigo Eligio Higuera), por esos vetustos
edificios en compañía de los amigos de la infancia.
Naturalmente
que en esas evocaciones aparecieron buenos y malos recuerdos –perdonando la
redundancia-, de cuando las travesuras propias de la época de infantes,
formaban parte de la cotidianidad de nuestra vida.
En
los multifamiliares del ISSSTE -los multis como familiarmente los conocemos
quienes por años moramos esos lugares-, adolecí mi adolescencia; las caras y
nombres de personas que conformaron esas reminiscencias fueron apareciendo en
mi mente como en un desfile interminable de escenas tal como si fuera una
película.
Por
supuesto cómo no recordar a César Higuera (+), administrador y fiero guardián
de ese par de edificios construidos en la década de los cincuentas. César era
un gigantón que con su sola presencia imponía miedo, respeto, pero que en
realidad era un alma muy noble y los sustos que nos ponía cuando nos sorprendía
tirando "bombas" que el ingenio nos hacía que construyéramos de bolsas
del MZ llenas de agua y lanzábamos desde la azotea, eran de antología. No
podían faltar sus ayudantes de siempre en esas perseguidas para castigarnos por
las travesuras: Tilín, Colula y esteban.
No
pocas fueron las veces que César nos pegaba una chinga tomándonos de las orejas
y con su clásico grito de: ¡Burros, animales, gaznápiros! Por cierto este
último término ni él ni nosotros nunca supimos qué significado tenía, pero
escuchárselo decir, era cosa de agarrar “cura”. Lo cierto es que salíamos
“hechos la mocha” y a ponernos a resguardo en las chimeneas del quinto piso.
Desde
las azoteas podíamos observar todo lo que pasaba en los alrededores del barrio
del cerrito Malakof, donde se erige la estatua del Benemérito (hoy conocido
como Lomas de Juárez) y desde esos lugares planeábamos las travesuras del día.
A qué casa y contra quién iban a ser lanzadas las bombas de agua, o las pencas
de dátiles y plátanos verdes. Sinceramente no medíamos el peligro que podría
causar que a alguien recibiera tremendo pencazo en la cabeza. Por fortuna nunca
se dio desgracia alguna.
Había
un chavalo que se llama José laborín -por cierto excelente músico con quien
algunas veces compartimos escenarios en mi época de trovador-, y cuya carrera
emprendía cuando su mamá, la finada señora Martha le gritaba desde el balcón
del cuarto piso del primer edificio: ¡Titooooo…!
Pobre
Tito, al primer grito obedecía a su señora madre y salía como alma que lleva el
diablo perseguido por el coro de todos quienes aprovechábamos el famoso baladro
para darle carrilla y la risa nos hacía su presa. Pobre Chuyito, todavía de
grande se acordaba y se agüitaba.
Había
algo que nos encantaba hacer: tirar piedras al techo de la casa de Los
Apóstoles, quienes mientras ensayaban su hermosa música, al ritmo de las
“caldas” que caían sobre el techo de lámina galvanizada, el Chunga a través del
micrófono e inspirado por la ira, nos mentaba la madre. Pobre Chunga, hasta
muchos años después supo que entre la bolita desmadroza lanza piedras estaba quien
esto pergeña y me dijo: “Nunca me hubiera imaginado, si eras bien seriecito”.
Hoy seguimos siendo buenos amigos.
Viene
a mi memoria doña Julia, esposa de don Pablo –él ya fallecido, doña Julia no
sé-, quien vivió muchos años a media cuadra subiendo por la Serdán rumbo a los
multis. Esa santa señora, con motivo de una “manda”, cada mes de diciembre,
previa organización hacía a la chamacaza del barrio unas posadas. Pero POSADAS
no imitaciones como las de ahora.
Llevaban
a los peregrinos casa por casa entre los distintos departamentos de los
edificios y cada noche pernoctaban en una. Los morros agarrábamos “botana” y
hasta le imitábamos cuando ella, por cosas propias de la edad y falta de
condición, mientras subíamos la cuesta con los “santitos” en hombros, jadeaba y
jalaba aire desesperadamente para seguir el canto de los villancicos.
Después
del clásico rezo, que era lo que a nosotros nos gustaba, el fin, nos dirigíamos
a la cancha central –entre los edificios- y allí le partíamos la maceta o los
jarros de barro con que se hacían antes las piñatas y un desparramadero de
dulces. En esa arrebatinga siempre nos ganaban los Pinzones –una familia
bastante numerosa compuesta por la pareja y dieciséis hijos-, colocados
estratégicamente para agandallar.
Frente
a los multis vivía la Emma. Tenía en su casa unos arbolotes frutales. Un perro
de raza Pastor Alemán vigilaba los linderos. Cuando nos acercábamos a robarle
uvalamas, el méndigo “Lobo” nos perseguía. Bacho, que en paz descanse, nos
gritaba: ¡Van a ver cabrones…! Bacho, en
realidad también, como César, así de grandote, era un alma de Dios. Por cierto
cuando hacía su rutina de rasurarse, me gustaba observarlo. Muchos de las cosas
que hoy hago al afeitarme, como meter el dedo en el cachete para que el rastrillo
alise la mejilla, a él se la aprendí.
Cuando
terminábamos un juego en el campito de Juárez y la apuesta la perdíamos a la
ganábamos nos dirigíamos a refrescarnos con sodas y pan de dulce (25 centavos
el dúo nos costaba) a la tienda de Indelisa (abarrotes Cocula).
En
esos multis conocí a quien es el amor de mi vida: mi esposa Consuelo. Allí le
di una serenata y cultivamos una amistad que derivó en amor. 26 años de
matrimonio avalan mi felicidad.
También
para no variar, se usaba en aquellos tiempos libres de aparatos electrónicos
como ahora, irnos a hacer competencias de velocidad en las tablas, bajando como
alma que lleva el Diablo los ciento ocho
escalones que componen la subida principal al monumento a Juárez (frente a los
multis). Allí, hacíamos torneos y acudían morros de otros barrios.
Nos
colocábamos en la cima, nos sentábamos en unas tablas de medio metro de largo
por diez centímetros de ancho, le untábamos jabón Zote y nos lanzábamos. Sin
exagerar pero agarraban velocidades arriba de los 40 kilómetros si nos
es que más.
Fueron
varios los que nos pegábamos unos fuertes cabronazos cuando la tabla se nos
volteaba o un sangrerío cuando nos agarrábamos los dedos con las tablas y
escalones. Íbamos a caer a unos ocho o doce metros de la base…
También
recuerdo la única cosa triste que viví en esos mutlis: el suicidio de Gustavo.
Eran
las siete de la mañana de un 21 de marzo. Se estaban haciendo los preparativos
para el homenaje que año con año le hacen a don Benito Juárez. Mi madre –María Dolores,
por cierto este 31 de enero cumplió 13 años de fallecida-, tenía un abarrotito
y ella, un policía y yo estábamos tomando café. De pronto llegó Panchito,
sobrino del suicida quien a sus ocho años apenas entendió lo que pasaba y
llanamente me dijo: ¡Ventura, mi tío se cayó del balcón…!
Salí
corriendo rumbo a donde presumía estaba Gustavo lastimado por la caía. Sin
embargo al llegar lo que miré me horrorizó. Gustavo, inerme, con el cráneo
destrozado yacía sin vida entre las piedras de la parte posterior del edificio
dos.
Su
hermana, desde el extremo opuesto del barandal me pedía que le tomara los
signos vitales. Sólo por inercia y de modo mecánico sabiendo que no estaba ya
con nosotros, le levanté medio cuerpo, lo sostuve abrazado, tomé la mano izquierda
llena de raspones, dislocada y sólo atiné a mover negativamente la cabeza.
Fui
el primero en la escena del suicidio y estuve con Gustavo hasta que llegaron
las autoridades, después de eso, me agarraron unos nervios que tuvieron que
atenderme en casa con tés y otras hierbas para calmarme.
La
gente, mayoritariamente ignorante de esas cuestiones, dejó sólo en la funeraria
a Gustavo por que se había suicidado y sólo mi padre, mi hermano Jorge,
compadre del muerto y yo, le acompañábamos mientras llegaban sus familiares que
estaban fuera de la ciudad. El padre oficiante de la misa a nosotros nos dio el
pésame.
En
fin, hay muchas cosas que pueden quedarse en el tintero porque las he olvidado.
Pero los multis ya con un deterioro peligroso en su estructura, en sus
“juventudes” nos dieron mucho a muchos y aunque hoy casi están desolados, no
puedo dejar pasar la oportunidad a veces cuando mi tiempo y sobre todo mis
piernas lo permiten subo a recordar todo lo que ya jamás regresará.
Entregaría
el alma del profesor Rubén Acosta Poblano al Diablo con tal de regresara a mis
épocas de felicidad en mi querido barrio donde se tomó la decisión de construir
los multifamiliares del ISSSTE. Ni modo ya no se puede pero lo bailado nadie me
lo quita. He dicho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario