martes, 5 de febrero de 2013

Multis de mis recuerdos


Ventura Cota Borbón
En días pasados, mientras miraba una fotografía que el buen amigo Ascensión Sánchez Vázquez, el famoso “Tibo”, subió al Facebook, de inmediato me remolcaron al pasado los recuerdos de cuando hace poco más de cuarenta años –ayer-, chirotéabamos (como dice mi amigo Eligio Higuera), por esos vetustos edificios en compañía de los amigos de la infancia.

Naturalmente que en esas evocaciones aparecieron buenos y malos recuerdos –perdonando la redundancia-, de cuando las travesuras propias de la época de infantes, formaban parte de la cotidianidad de nuestra vida.

En los multifamiliares del ISSSTE -los multis como familiarmente los conocemos quienes por años moramos esos lugares-, adolecí mi adolescencia; las caras y nombres de personas que conformaron esas reminiscencias fueron apareciendo en mi mente como en un desfile interminable de escenas tal como si fuera una película.

Por supuesto cómo no recordar a César Higuera (+), administrador y fiero guardián de ese par de edificios construidos en la década de los cincuentas. César era un gigantón que con su sola presencia imponía miedo, respeto, pero que en realidad era un alma muy noble y los sustos que nos ponía cuando nos sorprendía tirando "bombas" que el ingenio nos hacía que construyéramos de bolsas del MZ llenas de agua y lanzábamos desde la azotea, eran de antología. No podían faltar sus ayudantes de siempre en esas perseguidas para castigarnos por las travesuras: Tilín, Colula y esteban.

No pocas fueron las veces que César nos pegaba una chinga tomándonos de las orejas y con su clásico grito de: ¡Burros, animales, gaznápiros! Por cierto este último término ni él ni nosotros nunca supimos qué significado tenía, pero escuchárselo decir, era cosa de agarrar “cura”. Lo cierto es que salíamos “hechos la mocha” y a ponernos a resguardo en las chimeneas del quinto piso. 

Desde las azoteas podíamos observar todo lo que pasaba en los alrededores del barrio del cerrito Malakof, donde se erige la estatua del Benemérito (hoy conocido como Lomas de Juárez) y desde esos lugares planeábamos las travesuras del día. A qué casa y contra quién iban a ser lanzadas las bombas de agua, o las pencas de dátiles y plátanos verdes. Sinceramente no medíamos el peligro que podría causar que a alguien recibiera tremendo pencazo en la cabeza. Por fortuna nunca se dio desgracia alguna.

Había un chavalo que se llama José laborín -por cierto excelente músico con quien algunas veces compartimos escenarios en mi época de trovador-, y cuya carrera emprendía cuando su mamá, la finada señora Martha le gritaba desde el balcón del cuarto piso del primer edificio: ¡Titooooo…!

Pobre Tito, al primer grito obedecía a su señora madre y salía como alma que lleva el diablo perseguido por el coro de todos quienes aprovechábamos el famoso baladro para darle carrilla y la risa nos hacía su presa. Pobre Chuyito, todavía de grande se acordaba y se agüitaba.

Había algo que nos encantaba hacer: tirar piedras al techo de la casa de Los Apóstoles, quienes mientras ensayaban su hermosa música, al ritmo de las “caldas” que caían sobre el techo de lámina galvanizada, el Chunga a través del micrófono e inspirado por la ira, nos mentaba la madre. Pobre Chunga, hasta muchos años después supo que entre la bolita desmadroza lanza piedras estaba quien esto pergeña y me dijo: “Nunca me hubiera imaginado, si eras bien seriecito”. Hoy seguimos siendo buenos amigos.

Viene a mi memoria doña Julia, esposa de don Pablo –él ya fallecido, doña Julia no sé-, quien vivió muchos años a media cuadra subiendo por la Serdán rumbo a los multis. Esa santa señora, con motivo de una “manda”, cada mes de diciembre, previa organización hacía a la chamacaza del barrio unas posadas. Pero POSADAS no imitaciones como las de ahora.

Llevaban a los peregrinos casa por casa entre los distintos departamentos de los edificios y cada noche pernoctaban en una. Los morros agarrábamos “botana” y hasta le imitábamos cuando ella, por cosas propias de la edad y falta de condición, mientras subíamos la cuesta con los “santitos” en hombros, jadeaba y jalaba aire desesperadamente para seguir el canto de los villancicos.

Después del clásico rezo, que era lo que a nosotros nos gustaba, el fin, nos dirigíamos a la cancha central –entre los edificios- y allí le partíamos la maceta o los jarros de barro con que se hacían antes las piñatas y un desparramadero de dulces. En esa arrebatinga siempre nos ganaban los Pinzones –una familia bastante numerosa compuesta por la pareja y dieciséis hijos-, colocados estratégicamente para agandallar.

Frente a los multis vivía la Emma. Tenía en su casa unos arbolotes frutales. Un perro de raza Pastor Alemán vigilaba los linderos. Cuando nos acercábamos a robarle uvalamas, el méndigo “Lobo” nos perseguía. Bacho, que en paz descanse, nos gritaba: ¡Van a ver cabrones…!  Bacho, en realidad también, como César, así de grandote, era un alma de Dios. Por cierto cuando hacía su rutina de rasurarse, me gustaba observarlo. Muchos de las cosas que hoy hago al afeitarme, como meter el dedo en el cachete para que el rastrillo alise la mejilla, a él se la aprendí.        

Cuando terminábamos un juego en el campito de Juárez y la apuesta la perdíamos a la ganábamos nos dirigíamos a refrescarnos con sodas y pan de dulce (25 centavos el dúo nos costaba) a la tienda de Indelisa (abarrotes Cocula).

En esos multis conocí a quien es el amor de mi vida: mi esposa Consuelo. Allí le di una serenata y cultivamos una amistad que derivó en amor. 26 años de matrimonio avalan mi felicidad.

También para no variar, se usaba en aquellos tiempos libres de aparatos electrónicos como ahora, irnos a hacer competencias de velocidad en las tablas, bajando como alma que lleva el Diablo  los ciento ocho escalones que componen la subida principal al monumento a Juárez (frente a los multis). Allí, hacíamos torneos y acudían morros de otros barrios.

Nos colocábamos en la cima, nos sentábamos en unas tablas de medio metro de largo por diez centímetros de ancho, le untábamos jabón Zote y nos lanzábamos. Sin exagerar pero agarraban velocidades arriba de los 40 kilómetros si nos es que más.

Fueron varios los que nos pegábamos unos fuertes cabronazos cuando la tabla se nos volteaba o un sangrerío cuando nos agarrábamos los dedos con las tablas y escalones. Íbamos a caer a unos ocho o doce metros de la base…

También recuerdo la única cosa triste que viví en esos mutlis: el suicidio de Gustavo.

Eran las siete de la mañana de un 21 de marzo. Se estaban haciendo los preparativos para el homenaje que año con año le hacen a don Benito Juárez. Mi madre –María Dolores, por cierto este 31 de enero cumplió 13 años de fallecida-, tenía un abarrotito y ella, un policía y yo estábamos tomando café. De pronto llegó Panchito, sobrino del suicida quien a sus ocho años apenas entendió lo que pasaba y llanamente me dijo: ¡Ventura, mi tío se cayó del balcón…!

Salí corriendo rumbo a donde presumía estaba Gustavo lastimado por la caía. Sin embargo al llegar lo que miré me horrorizó. Gustavo, inerme, con el cráneo destrozado yacía sin vida entre las piedras de la parte posterior del edificio dos.

Su hermana, desde el extremo opuesto del barandal me pedía que le tomara los signos vitales. Sólo por inercia y de modo mecánico sabiendo que no estaba ya con nosotros, le levanté medio cuerpo, lo sostuve abrazado, tomé la mano izquierda llena de raspones, dislocada y sólo atiné a mover negativamente la cabeza.

Fui el primero en la escena del suicidio y estuve con Gustavo hasta que llegaron las autoridades, después de eso, me agarraron unos nervios que tuvieron que atenderme en casa con tés y otras hierbas para calmarme.

La gente, mayoritariamente ignorante de esas cuestiones, dejó sólo en la funeraria a Gustavo por que se había suicidado y sólo mi padre, mi hermano Jorge, compadre del muerto y yo, le acompañábamos mientras llegaban sus familiares que estaban fuera de la ciudad. El padre oficiante de la misa a nosotros nos dio el pésame.

En fin, hay muchas cosas que pueden quedarse en el tintero porque las he olvidado. Pero los multis ya con un deterioro peligroso en su estructura, en sus “juventudes” nos dieron mucho a muchos y aunque hoy casi están desolados, no puedo dejar pasar la oportunidad a veces cuando mi tiempo y sobre todo mis piernas lo permiten subo a recordar todo lo que ya jamás regresará.

Entregaría el alma del profesor Rubén Acosta Poblano al Diablo con tal de regresara a mis épocas de felicidad en mi querido barrio donde se tomó la decisión de construir los multifamiliares del ISSSTE. Ni modo ya no se puede pero lo bailado nadie me lo quita. He dicho. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario