Carlos Sánchez
Hay tiempo para la
risa. Sobre la tierra dentro del cuarto que es la casa, Samuel, el más pequeño
de los hijos, juega con palos de paleta convertidos en luchadores, de pronto
una lata de cerveza es un dragón que aplasta a los enmascarados. La lucha
termina. Samuel quita de su rostro un hilo verde que nace en su nariz, y pide a
su madre un café con leche.
Son las seis y trece
minutos de la tarde, tiempo propicio para ordenar la vida de sus cuatro hijos:
la revisión de las tareas, los uniformes, los huevos para el desayuno, la
cantidad de leche, las tortillas o el pan.
Son veintidós años y
Nélida mueve sus ojos con experiencia de cuarenta abriles escudriñando la
existencia. Sus manos son pequeñas, como su estatura, sus pestañas grandes y en
ellas está el origen de su suerte, de haberse convertido en madre antes de los
quince.
El parpadeo sedujo a
un primo de su padre, y la conquistó. Ahora él está tras las rejas por un
homicidio, o varios, de eso ella prefiere no hablar. “Si te invité a mi casa
fue porque tú me dijiste que hablaríamos del diez de mayo, de lo que significa
ser madre y querer a mi madre”. Nélida sentencia que si el reportero no guarda
la grabadora, entonces no habrá conversación. Luego echa en un vaso agua
hirviendo, dos cucharadas de café, un poco de leche, un poco de azúcar y
después a las manos de Samuel. “¿Ya la apagaste?, si no, no platicamos”.
El reportero está
sentado en una cubeta, Nélida en una silla de plástico, los niños todos en
torno a la televisión, sobre la tierra, absortos a las travesuras de El
Chavo.
--Siempre vas a la
taquería solo ¿que no tienes con quién ir? Nélida también pregunta. ¿Entonces
te cuento lo de ser madre? No hay tiempo para la respuesta, la voz de Nélida es
un treparse en los motivos de la infancia y adolescencia, de los instantes que
retiene en la memoria.
Mira esta foto, me la
hicieron antes de que cumpliera los quince. Era una niña, ya casi ni me acuerdo
de ese tiempo. Me gustaba oír a Los Temerarios en la rockola de la taquería
donde trabajaba. Allí fue donde conocí a Rufino, era más chaparrito que yo,
nunca me habría fijado en él, pero la culpa, dice mi mamá, fue de mis ojos.
Ella me regañaba cuando me veía platicando con él, que porque era más grande
que yo, yo le decía que era mi pariente, que no se preocupara, que ni me
gustaba. Cuando menos pensé ya vivía con él.
En el exterior del
cuarto de cartón, que es la casa, se escucha el ladrido de un perro, eso
recuerda a Nélida que hay que lavar los trastes donde acarrea comida de la
taquería para el Chipo, el guardián de la casa. Va al corral,
friega con un estropajo una olla, dos sartenes, unas cuantas cucharas y de paso
lava un mandil del uniforme de su hijo Samuel.
Antes de que él
hiciera lo que hizo, vivíamos felices, él trabajando en una maquiladora, yo en
la taquería de mi tía, donde mismo que ahora. ¿Lo que hizo? Me da vergüenza.
Nélida fija su mirada
en las manos de Samuel, que han vuelto a la orquesta de maromas en los palos de
paleta. Luego en automático cuenta lo que unos minutos antes decía era
incontable. En una narración fluida está la historia del consumo de cristal de
su esposo, de los golpes contra ella por no hacer lo que le pedía en la cama,
de una blusa cuyos botones brotaron contra su rostro y el cuerpo inerme a la
orden del varón. También la memoria describe el tránsito por la ciudad
repartiendo droga junto a él, consumiendo droga por capricho de él, “para que
quisiera hacerlo porque dizque fumando cristal dan más ganas”.
Después la soledad y
los hijos indefensos, el madrugar para ganarle tiempo al sol y tenerlos listos
a la hora de entrar a la escuela, acabalar para el pago de la luz y el agua, la
comida, los cuadernos, los camiones, y todavía, los domingos llevarle al marido
los hijos y algo de dinero para la semana. Sobre la madre, Nélida agradece a la
virgen que aún la tiene, “pero si yo te contara”. Su madre vive de rezar el
evangelio, de profesar la palabra del Señor, de acatar los mandamientos, y como
complemento: rechazar a sus hijos por ser éstos hijos de un asesino. Pero no me
queda de otra, es la única que me los puede cuidar en las tardes, mientras me
desocupo de mi trabajo. Y de cualquier manera tengo que quererla, es mi
madre.
Antes de las ocho de
la noche la televisión se apaga, los niños a esa hora deben dormir, porque
están acostumbrados, porque su mamá los impuso, porque si no, no se despiertan
temprano.
El cuarto ahora
duerme. Nélida en su voz de niña cuenta que algún día tendrá casa propia, y un
carro, un marido ya no, los hombres que ha conocido sólo la buscan porque está
sola y para una aventura. Sus hijos son primero, y por ellos se levanta antes
de las cinco de la mañana todos los días.
Sobre el amor, cree
que aún no puede escaparse de Rufino, porque aunque hay muchos recuerdos malos,
también está la historia bonita, aquella de cuando nacieron sus dos primeros
hijos, que son cuatitos, y después el otro, luego la otra. De ellos hablamos
cuando estamos en la visita conyugal, y antes de que amanezca nos damos tiempo
para nosotros, pero él ya no es violento, todo lo contrario, ahora hasta me
besa. Nélida esboza una sonrisa: No creas que nomás me la llevo haciendo eso,
eh.
En el suelo, a un
lado del tendido donde duerme Samuel, están dos luchadores de palo: él es un
dragón que sueña.
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